La mantilla española
«Primorosa su delicada factura,
grácil, undosa, como hálito vivo de risueña y bondadosa grandeza; ondeando
caprichosamente al aireen giros y contorneos sutiles de graciosa y refinada
volubilidad, bien con la traza rígida y severa de mesurado porte señoril, o
con la peregrina y castiza mezcla de corrección y desgaire donde se encuentra, conforme
abundante sentir la verdadera elegancia; adaptándose ágilmente a las mil
variadas hechuras y tonalidades del gusto y la necesidad, esa «grave, modesta y
al mismo tiempo airosa mantilla española, que el capricho de nuestras damas va
sustituyendo con el descarado sombrero extranjero», esa joven pretérita de
nuestro tradicional tesoro, ese perfil donoso de nuestra raza hispana,
perdonando desdenes y postergaciones que le sumieron un tiempo en desdichado olvido,
revive pujante hoy, con el mismo fausto y gala que derrochó antaño, recobrando
la preeminencia que de derecho le correspondía en el tocado genuino de la mujer
española.
Suspirando estaba por orlar con la
malla esponjosa de sus blondas el rostro riente de la mozuela nubil, por rodear
vaporosa su talle gentil regalándole el atractivo de un cristiano recato, por
realzar arrogante la dignidad y decoro que encierra anheloso un joven corazón.
Ansiaba temblar gustosa con
azoramiento imperceptible al desgranarse saltarinas por entre sus flores y
alambicados ramajes las risas juguetonas del candor femenil; acompañar austera
el continente sencillo y respetuoso de la honorable y linajuda dama, noble por
su flamante ejecutoria y más noble aún por su proceder hidalgo y comedidamente fraternal;
recatar con amorosa solicitud el rostro angustiado dé la madre que silenciosa
llora, abrazada a los pies del Divino llagado, las desventuras y tristezas de
su apacible hogar; realzar con su negro contorno las ternezas y pesares de
inconsolable viudez; reír en las zambras, llorar en los duelos, correr la
polífona gama de los gorjeos y los gemidos, del placer y del dolor, para poner
siempre la nota de sana alegría, de honesto regocijo de estoica conformidad, de
cristiana resignación.
Que vuelva, sí, que vuelva la
clásica mantilla. Sacadla del joyel en que se encierra como dulce remembranza
del pasado. Removed con ella las sublimidades y grandezas en cuyo ambiente pudo
ufanarse gallardamente. Que al reclamo ineludible de su arrogante figura surjan
las viejas y enaltecedoras tradiciones que honra y orgullo fueron de nuestra
Patria.
¿La veis paseándose altiva en
lujosa carretela por la vía Castellana, ostentando retadora las flores de lis
que prende en sus pliegues, en momentos de ardorosa exaltación dinástica? ¿No
sentís cómo a su paso se conmueve España, y el cielo tranquilo de la coronada
Villa amenaza turbarse, obscureciéndose con presagios temibles de interna
tempestad? Es que es grande, es que es señora, está convencida de su poderío y
satisfecha de su conmovedora temeridad, y sabe que, altanera, puede, bajo su imperio,
remover los partidos y los reinos...
¿La veis destacando la albura de
su espumoso encaje sobre la abigarrada mezcolanza, briosa de luz y de color,
que bulle en la arena y los tendidos del circo, en el instante supremo de la
fiesta de toros? Es que es garbosa, frescota, atrevida, sin olvidar nunca que
más subido que la color chillona de los claveles reventones que luce en el
pecho, será el carmín de sus mejillas cuando, a pesar de su desenfado, el
atrevimiento ajeno haga salir a ellas el rubor.
¿La veis vistosa y rozagante, con
gesto empero de dignísima humildad, abatirse en los días grandes de la Iglesia , ante la
magnificencia y esplendor del misterio Eucarístico o la pavorosa agonía divina del
Crucificado, o la ternísima y doliente soledad de la Madre afligida sobre todas
las madres, la Mujer
bendita entre todas las mujeres? Es que es... cristiana, muy cristiana.
Por eso exclamaba, con dejos de
melancolía, el poeta, pensando en el día aciago en que desapareciese:
“Con ella se irán por siempre
la guapeza legendaria,
los aromas andaluces
y la altivez castellana,”
olvidando sin duda que algo más
entrañable se iría también con ella: la fe. Y eso no ha de morir.
No, no puede, no morirá. Antes al
contrario, reverdecerán los marchitos lauros, renacerán las antiguas grandezas,
y con las alas potentes de la fe, de la esperanza y la caridad, volará nuestro
pueblo a unirse íntimamente con la infinitud de Dios.
No desmayemos mientras ilumine
las inteligencias la fe en Cristo y enardezca los corazones el patrio amor.
“Delito grave sería
renunciar a la esperanza
mientras la raza subsista,
¡mientras lleven nuestras damas
en la mantilla española
la bandera de la Patria !”»
J. Martínez Tarín
Oro de ley. 30 de marzo de 1926
Imágenes
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